26 septiembre, 2006

Una mente brillante

Si mi memoria no me falla, estimo que debe haber sido a mediados del año 2001 cuando Ferrante, con casi 70 pirulos a cuestas - aunque no aparentaba más de cuarenta - fue seducido por aquel afiche callejero que promocionaba el film del momento: “Una mente brillante”.

La pinta de Russell Crowe, el glamour de Hollywood, y lo que adelantaba la publicidad acerca del argumento, provocaron ese “crack” que tan fácilmente atacaba a Ferrante. Especialmente cuando algo lo remontaba a su atribulado pasado, y a la vez se le presentaba como “LA OPORTUNIDAD” de lograr su tan ansiada y demorada gloria.

Ni corto ni perezoso, juntó las pocas chirolas que tenía en su bolsillo, mangueó otras tantas fingiendo una renguera, y se dirigió a uno de los cines de la calle Lavalle a ver la película.

La oscuridad que anunciaba el inicio del film fue suficiente para provocar una alucinación en su dañado cerebro, y proyectarlo hacia un delirio místico que le haría perder la noción del lugar donde se encontraba y de quienes estaban cerca suyo.

Pero no sería sino hasta pasada la media hora de película, que se avisoraría la tragedia. La vida de John Nash, su perfil psicótico, y esa tremenda habilidad con los números, las matemáticas y la estadística, sumieron a Demian en una profunda exitación. De pronto, comenzó a transpirar como un chivo, llegando a tener convulsiones espásticas como las de un poseído. Sin dejar de retorcerse en su asiento, acto seguido continuó con unos murmullos ininteligibles que simulaban ser dichos en latín, para finalmente explotar en un grito: “¡Ese hombre soy yo!... ¡Yo soy la mente brillante, yo soy brillante!”, parado sobre su butaca en medio de la sala, y con los ojos desorbitados.

“¡Callate loco, cortala delirante!... Dejá ver la película!”, exclamó uno; “Paren a ese imbécil!, bramó otro, hasta que personal de seguridad sacó a Ferrante por la fuerza, mientras aullaba como un lobo, en medio de las carcajadas de los presentes que vociferaban “Al Borda, al Borda!!”. A patadas y empujones, Demian fue sacado de la sala. Por piedad, los guardias no hicieron la denuncia policial y hasta le dieron unos pesos para que se comprara un vino.

En la calle, y tetra de por medio, comenzó a caminar mirando las estrellas. Parecía que veía formas y movía las manos señalando el cielo. Detenía a los transeúntes a la voz de: “Ven, allá está la constelación de Mauro”, “Miren.... a la derecha de la Luna se pueden apreciar los anillos de Júpiter!”. .. Su ignorancia en astronomía era tan notoria que originó que algunas personas que presenciaban su show comenzaran a burlarse de él y a seguirlo. Sin embargo, como si no existieran, Demian prosiguió su marcha vociferando decenas de pelotudeces con una seguridad académica digna de Harvard.

Entre tantas gansadas, en un momento detuvo su andar y se puso a observar como cagaba un perro y a predecir la forma que adoptaría el sorete cuando tocara la vereda: “Va a tener forma de Omega Épsilon”, afirmaba grandilocuentemente, mientras la audiencia lo alentaba: “Seguí loco... seguí!”.

Ferrante, presa de su público, no se detendría... En su locura, creía que su ansiado minuto de fama le había llegado. Fue así que redoblaría la apuesta exponiendo ante los presentes “ecuaciones” truchas como “Pi por radio al cuadrado igual a Pi por Cipollatti dividido Pi por Mancera”, y otras tantas boludeces más que serían festejadas largamente por una veintena de seguirores entre mofas y sarcasmos.

Sin embargo, entre tanta algarabía se escondía una terrible pena. Lo que nadie sabía y que habría hecho que aquellas burlas impiadosas cesaran, era una sola: “Eran días de víspera de Navidad, y Ferrante estaba solo”. No se sabe a ciencia cierta hasta el momento si Demian estaba realmente fuera de sí y nada comprendía, o si entendía lo que pasaba a su alrededor pero soportaba las chanzas solamente para disfrutar de compañía, aunque le faltaran el respeto.

Demian continuó su caminata por horas hasta que finalmente sus acólitos se cansaron de él y lo abandonaron a su suerte... Sin darse cuenta, había llegado a la General Paz.

En un resquicio de lucidez, recordó que estaba cerca de la casa de sus sobrinos. Ebrio como se encontraba, sucio y con esas ojotas franciscanas destruídas que apenas sostenían su humanidad, apuntó al chalet que identificó a lo lejos, iluminado por cientos de guirnaldas navideñas.

Desde la puerta, uno de sus sobrinos, Arturito, lo reconoció y gritó: “Tío Demian, tío Demian”, lo que invadió de una profunda emoción al peruano, al punto de nublársele la vista con sus propias lágrimas.

Como no había llevado más que las ganas de comer, intentó impresionar a su sobrinito de 10 años de alguna manera. Como venía embalado con el filme, comenzó a mostrarle a Arturito supuestas formas que adoptaban las luces de las guirnaldas, formas que solamente él veía en su delirio.

Su sobrino le insistiría una y otra vez “¿Dónde está la constelación de Billiken tío, que no la veo?”, a lo que cansado de que no le comprendiera, intentó demostrarle “in situ”, trepándose al techo y señalando con sus manos los foquitos en cuestión.

La mala fortuna hizo que Ferrrante tocara un cable pelado de esos artefactos chinos de mala calidad importados en la época de De la Rúa, produciéndole una descarga que se complicaría en la caída al enrollársele la guirnalda alrededor del cuerpo.

Sin embargo, la acción que se presenciaba era confundida por los presentes e interpretada como otra de las tantas “Payasadas del Tío Ferrante”, quien en medio de las descargas eléctricas y chispas, recordaba la película que había visto horas atrás, al grito agónico de “Unaa meeente brrillaanteee!”.

Su hermano, Dionisio, accidentalmente en Argentina por razones de trabajo vinculadas a la importación de alimentos para perros FAMI desde el Perú, su esposa e hijos presentes, festejaban creyendo entender la chanza de Demian, al grito de ; "¡Queremos más, queremos más del hombre brillante!”

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