En la primera parte de “La Guerra fría”, habíamos visto como Demian enfrentó la decisión de brindar servicios de inteligencia para su país. Como, con actitud firme y decidida y a riesgo de perder su vida, había aceptado ser “espía”, y hacerse pasar por Vladimir Arenko, casi un “clon” suyo ruso, para evitar una conflagración nuclear.
Sin embargo había algo más en aquella patriótica misión que no le habían dicho: debía llevar un grabador escondido.
En aquellos años ’60 la tecnología no era la que tenemos hoy en día. Aquellos bichos, que funcionaban con cinta magnética como la cassette, ocupaban mucho espacio. Pero, gracias a Dios, la Geloso había diseñado una miniatura electrónica asombrosa, que pasaría desapercibida a cualquier registro. Era una especie de cilindro, que se sujetaba a los extremos de la dentadura superior, y que se accionaba con la lengua cada vez que se quisiera grabar o detener la grabación.
No obstante, había un grave problema: Demian tenía toda la dentadura postiza. Era imposible ubicar el mini grabador allí, dado que se despegaría y dejaría al descubierto el aparato. Quedaba una opción, la cual fue aceptada de inmediato por el peruano y alabada por todos los presentes. Sin saberlo, Demian se adelantaba una vez más a su época, dándole forma al personaje de aquel memorable filme interpretado por Steve McQueen, años más tarde: “Papillon”...
Ferrante, bajo un falso nombre ingresó a Rusia la semana siguiente. Sin un plano para ubicarse, y apelando a su ya desgastada memoria, creyó identificar el lugar donde “debería registrarlo todo con su grabador”. Parecía una gran fábrica. “Aquí se debe procesar el uranio”, se repetía Demian, como si al decirlo se convenciera aún más de ello. Esperó toda la noche escondido hasta que a primera hora de la mañana, se levantó la pesada reja metálica y comenzó a entrar gente.
Con paso seguro, Demian avanzó hasta la entrada, miró al guardia y, guiño de ojo mediante, ingresó con holgura. Lo había logrado, ya estaba adentro.
A pesar de haber superado el primer escollo, ahí recién comenzaría su odisea, ya que lo del grabador era todo un tema... Además de ahora tenerlo que encender y apagar “frunciendo los cantos” del ojete, debía permanecer sin defecar por casi una semana. Expulsar la miniatura antes de tiempo, pondría en peligro el planeta. Toda una paradoja, ya que volvía a validarse el apotegma de que “Las cagadas de Ferrante no dejan nada en pie”.
Día a día, hora a hora, minuto a minuto, simulando trabajar para no ser descubierto, y casi manteniéndose despierto las 24 horas, Demian lo registró todo, especialmente las conversaciones que mantenían unos sujetos vestidos con trajes blancos y guantes especiales, que manipulaban cientos de “cilindros de metal” que no paraban de salir de las cámaras refrigeradoras.
Ferrante, especulaba que dentro de aquellos recipientes se encontraba el “uranio”... Fue en ese momento que hizo una pausa, se dejó llevar, y se sintió orgulloso de servir a su nación como lo estaba haciendo, aún a riesgo de su vida. Por primera vez se sintió feliz; al fin y al cabo “era alguien”.
Para mayor mérito, sus presunciones acerca del contenido de los cilindros parecían ser correctas. Una tarde, un operario que había tropezado accidentalmente, dejó caer uno de ellos. La tapa saltó violentamente a varios metros, y Demian pudo apreciar el contenido “verdoso” de su interior... Era como una pasta sólida, semejante a la de las fotos de elementos radioactivos que le habían mostrado.
Aquel operario fue castigado con dureza por su superior, quien no paraba de gritarle y pegarle. En eso, sonó la alarma... Estaba claro que se trataba de un “escape radioactivo” y que todos debían evacuar el lugar. Era su último día en la Unión, y se dijo: “Ya está todo hecho, es hora de volver”. Y así como había ingresado, con la soltura con la que concurrió a aquella fábrica durante siete días... Así como se las ingenió para no expulsar matera fecal y poner en peligro la misión, así, así y así como tantas proezas más debió realizar por la causa de la paz, Ferrante tomó el avión de regreso a su país.
Sus primeras palabras al llegar fueron: “Un baño, por favor!!”. Luego de casi una hora dentro, y cuando todo parecía indicar que algo había salido mal, Demian abrió la puerta y todos los presentes debieron desalojar la sala... Era toda una semana de alojamiento fecal en los intestinos, no era pavada. Sin embargo, allí estaba él, como bombero hidalgo luego de apagar un incendio, con el Geloso en la mano y diciendo: “Señores, misión cumplida”.
Los miembros del servicio secreto de ambos países, la chancillería en pleno y muchos agregados militares, comenzaron a aplaudir y a ensayar una tonada que terminaría en: “Ferrante, el Inca de la Paz, el Inca de la Paz”, con la melodía de El cóndor pasa.
Demian se largó a llorar como a un chico, entre abrazos de sus compatriotas y extranjeros. El grabador fue puesto a disposición de las autoridades y llevado para ser analizado y desgrabada la cinta. Esa noche, en una cena en su honor, Demian fue condecorado con el galardón que mencionaba la canción del festejo: “El Inca de la Paz”, honra sólo concedida a quienes prestan gran servicio a su patria.
Sin embargo, lo que le sigue a esta historia habla del porqué estuvo oculta tanto tiempo: el final fue otro.
Lo registrado por Ferrante en su estadía rusa no resultó ser lo esperado; por el contrario, no fue de ninguna utilidad y provocó un profunda vergüenza a sus compatriotas miembros del gobierno.
Demian se había pasado la semana de su misión en Rusia dentro de una fábrica de helados, para ser precisos, en la sección de elaboración del “pistacchio” , la hoy conocida pasta almendrada verdosa, toda una novedad en la Unión Soviética de aquel entonces. Tampoco la alarma que había escuchado aquella tarde habría sido más que el timbre de salida de los operarios. Ni la reja metálica que transponía a diario otra cosa que un “portón levadizo común”, y no la Cortina de Hierro de la que le habían hablado tanto. Lo de Ferrante Kramer había sido un papelón internacional, un bochorno a todas luces. De ahí que éste fuera uno de los secretos de estado mejor guardados.
Inmediatamente, y en absoluto secreto, le fueron retirados los honores concedidos; se hizo lo posible para que la historia no trascendiera. Ferrante fue no menos que echado a patadas de su país, de ahí que decidiera probar suerte – de la mala, también - en Argentina, donde se sentía tan a gusto fracasando.
Y aquel título que supiera conseguir, el “Inca de la Paz”, que duró apenas unos días, sería reemplazado por otro, más permanente y a la altura de su patético personaje: “El incapaz”
2 comentarios:
jua, què enfermo ese Elvis que te da la bienvenida ! seguimos leyendo, adios....
Memorables sus post...
No sabía que detrás de un nombre tan Ferrante Kramer como el tuyo había historia... Y pulenta.
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